Pavesas de una hoguera que se apaga
Comparto con mi amigo Álvaro Souvirón cierta querencia por las ventanas iluminadas en la noche, a las cuales él dedicó hace tiempo un texto delicioso en su blog Father Gorgonzola, y en el que se refería a ellas con estas palabras: «ventanas que se traslucen, se clarean y adivinan; (...) son un paso franco a la fantasía y a la presunción. A la imaginación y el ensueño». Desde que nuestros alcaldes decidieron convertir la noche en día mediante un estridente alumbrado público, la contemplación de uno de estos rectángulos de luz cálida rodeado de penumbra se ha convertido en una rareza. Al otro lado del vidrio, se vislumbran bibliotecas atestadas de libros, afiches de exposiciones pasadas, litografías; atisbos de la personalidad de unos propietarios cuya intimidad, gracias a la altura y el ángulo de visión, queda pudorosamente preservada, convirtiendo en este caso el acto de mirar en una afición de una candidez absoluta en la cual sólo algunos atributos intelectuales quedan expuestos.
Pero no sólo el resplandor de las farolas es culpable. A veces, parece que estos destellos en las tinieblas son las pavesas de una hoguera que se apaga, de una civilización condenada a la extinción. Dos de estas ventanas acompañaban mi vuelta a casa en los paseos vespertinos, a modo de faros que jalonaban la travesía: una planta baja en Lagunillas y una casa mata en Amargura. La segunda hace tiempo que se apagó, sembrando dudas sobre el destino de la biblioteca y, por ende, de su ilustrado propietario o propietaria. La primera sigue luciendo orgullosa entre las ruinas de su barrio, para regocijo de quien escribe estas líneas. Allí, la mortecina luz de una lámpara de lectura resiste los embates de los fríos destellos de la pantalla plana de otra vivienda cercana. También necesitamos vacunas contra la barbarie, y esa lucecita tras el cristal es un símbolo de esperanza.
Publicado en La Opinión de Málaga el 16/01/2021.