Las flores silvestres de Honnecourt

Si Víctor Hugo levantara la cabeza, repetiría las palabras que las intervenciones de sus contemporáneos en Notre Dame de París le inspiraron: tempus edax, homo edacior, que él tradujo libremente como «el tiempo es ciego, el hombre es estúpido».

Con las llamas todavía amenazando las bóvedas de la catedral, se desataba una incendiaria tormenta de tuits que oscilaba entre aquellos que se alegraban por la destrucción de una iglesia a quienes acusaban de eurocentrismo intolerable a los que se dolían por la tragedia. Alguno desde su flamante iphone reprochaba los lamentos y animaba a llorar en su lugar la extinción de especies animales o la muerte de inmigrantes, como si el dolor ante todas esas pérdidas fuera excluyente para cualquier persona con un mínimo de sensibilidad. Hacen falta ahora tiempo y expertos en construcción medieval, sobran prisas y croquis frívolos de quienes no comprenden lo que es una catedral gótica ni su valor incalculable como creación intelectual y testimonio de su época.

Cuando pienso en Notre Dame no acuden a mi mente ni sotanas ni comités olímpicos prestos a hacer caja: surge la figura de Villard de Honnecourt, autor del cuaderno del siglo XIII cuyas páginas albergan una excepcional colección de dibujos de arquitectura con sus correspondientes anotaciones: planos, detalles, procedimientos y maquinaria de obra. Un verdadero manual del constructor de catedrales compilado con curiosidad científica que acaba con esta desconcertante sencillez: «recolectad flores silvestres de distintos colores por la mañana, pero que nunca toque una a la otra; coged una especie de piedra tallada a cincel, que sea blanca, molida y fina; a continuación colocad vuestras flores sobre la piedra y cada una por separado, así las flores conservarán su color».


Publicado en La Opinión de Málaga el 17/04/2019.

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