Dibujar el firmamento
Me sitúo en un rincón resguardado, en el cual no entorpezca el tránsito y, a la vez, los visitantes no interrumpan mi trabajo. Miro al cénit: me abruma el desafío. Siento el vértigo del papel en blanco. Ensayo los primeros trazos, explorando geometrías. ¿Cómo reducir la bóveda celeste a las dos dimensiones del plano? Confieso mi impotencia, por más que haya ensayado múltiples aproximaciones diferentes. Cuando voy a tirar la toalla, me reconfortan los versos que leo en caligrafía islámica cursiva sobre las yeserías de los muros, y que según mi guía de bolsillo dicen así:
«Desde mí, noche y día, te saludan
bocas de buenos deseos, ventura, felicidad y amabilidad».
Decido continuar, pero mis conocimientos sobre perspectiva, que no son magros, se revelan lastimosamente insuficientes para representar el espacio que me envuelve. Las líneas que deberían aparecer rectas se curvan en torno al observador, que está sumido en las tres dimensiones, cobijado bajo los siete cielos del firmamento en forma de lacería:
«Con mis alhajas y mi corona a las más bellas aventajo, y hasta mí descienden las estrellas del zodiaco».
A medida que las líneas van cubriendo el papel, la multitud me devuelve al mundo terrenal. Los recién llegados a la sala evolucionan siguiendo siempre la misma pauta, sin detenerse, ignorando que se hallan en el centro del cosmos. En vez de eso, su preocupación pasa por registrar su paso por el lugar mirando a través de una lente, sin posibilidad de ser seducidos por la magia que dispusieron los alarifes nazaríes.
(Anotaciones sobre una jornada de dibujo en el salón de Comares de la Alhambra)
Publicado en La Opinión de Málaga el 01/04/2017.