Baños del Carmen, Ítaca

Hay un único punto en nuestro litoral en el que aún se percibe el hálito de los dioses grecolatinos. «El horizonte tiene insectos y fragatas», leo en un poema de Manuel Altolaguirre con olor a salitre, mientras oigo el romper de las olas junto a una columnata de orden clásico. Su mármol ha sido tallado mucho más recientemente que el del Cabo Sunión, en cuyo promontorio se erguía el templo de Poseidón que saludaba a las embarcaciones que navegaban rumbo a Atenas; pero el mar que vemos a través de sus fustes es el mismo Mediterráneo que surcaron las cóncavas naves de los aqueos.

Esta tarde son cuatro los barcos que permanecen anclados en la bahía, con su silueta cambiante según el capricho de las corrientes marinas. Nereo, el dios marino de serpentina cola, custodia el limes de Pedregalejo tridente en mano, mientras el ojo de Horus se enseñorea de las amuras de las jábegas. Pero el melódico canto de las sirenas parece haberse convertido en el sonido prosaico de una caja registradora, que se impone sobre el chirriar de las sierras del viejo astillero y el rumor del oleaje, y ahora reclama la mercantilización del enclave. Y sin embargo, a cualquiera que contemple aquí una puesta de sol le será revelada una evidencia: no hay tal enigma. El destino del lugar no puede ser otro que mantener su configuración actual, con las lógicas actuaciones encaminadas a restaurar las estructuras existentes, algo de ajardinamiento, y poco más; y la solución lógica al recorrido litoral consiste dar un leve rodeo interior que se adapte a astillero y balneario. No hay que perturbar a las musas que aquí encuentran su abrigo.

Escribía Albert Camus: «Crecí en el mar y la pobreza fue para mí fastuosa; después perdí el mar, todos los lujos me parecieron entonces grises». Por una vez, no le demos la razón.


Publicado en La Opinión de Málaga el 18/10/2014.

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